Manuelita Sáenz; de la gloria al olvido
Por Rebeca Figueredo
Aquella Quito recién librada por el mariscal de Ayacucho recibe a
su inalcanzable héroe Bolívar junto a su valiente ejército, grandes arcos con ramas
de olivo y flores naturales decoraban aquella calle que con el sonar de la
música le daban la bienvenida a los héroes, banderolas y hermosas guirnaldas
colgaban de aquellos balcones vestidos para tal ocasión.
Y es precisamente desde un balcón que aguardaba la
hermosa Manuelita junto a su madre, tíos y amigos esperando con ansias el paso
triunfal de los patriotas, aplausos, lluvia de flores y alegría, aquella
multitud conmocionada animan a la quiteña y arroja una corona de rosas con
ramitas de laureles que para su suerte fue a parar en el pecho del Libertador,
al subir su mirada la consigue aun con los brazos extendidos, Manuela dueña de una
sonrisa que ocultaba nervios, Simón con una mirada llena de fuego y acentuando
su sonrisa agradece tal homenaje con una reverencia, cruzaran por primera vez sus
vidas y la ocasión será definitiva para la vida sentimental de ambos; la pasión
perdurará por siempre.
Desde ese momento y durante ocho años Manuelita no solo
se convertirá en la compañera fiel del Libertador con el paso del tiempo también
será su intuitiva consejera, custodiará por un periodo su archivo personal,
participará audazmente en batallas y hasta salvará la vida del libertador, con
una heroica conducta en la trágica noche septembrina, haciéndose merecedora del
nombramiento; la Libertadora del Libertador. Su motivo; el amor por Bolívar
sumado al profundo compromiso por la causa independentista que desde muy joven
apoyó y hasta la muerte la acompañó.
Después de la angustiante y triste muerte de su amor ella
en medio de su desgraciado dolor intentará sin éxito suicidarse haciéndose
picar por una serpiente, sin embargo una vez más la célebre quiteña demostrará
el temple de su carácter y su fuerza; se levantará y seguirá luchando con
osadía y valor por mantener los ideales de Bolívar desde su recuerdo,
valientemente conspirará en contra del gobierno y una serie de sucesos la
llevaran a la cárcel por un tiempo, se enfrentara al desprecio, a la
denigración, a las calumnias, a las denuncias y la convertirán en una mujer sin
patria a través del destierro.
El viacrucis
En 1834 se le ordena el abandono del territorio de la
nación con un plazo de 13 días, el día pautado finge una enfermedad, en su casa
se presenta el alcalde ordinario con una comitiva, le ordenan que se vista y se
ponga en camino junto a sus negras que también armaban un alboroto, Manuela
enfurecida agarra su pistola y amenaza con matar al que se le acerque, el
alcalde se va pero vuelve más tarde con refuerzos, la desarma, la viste, la
amarran a una silla de manos y la encierran en la cárcel.
Describe Rumazo; “Ocho
presidiarios y diez soldados, más el alcalde y el alguacil, fueron necesarios
para apresar a la quiteña y sus dos negras”.
Fuertemente custodiada al día siguiente emprende un viaje
en silla de manos con rumbo al barco que partiría desde Cartagena y es así como
expulsada de Colombia y con sus bienes confiscados llega a Jamaica y durante un
año gestionará y obtendrá un salvoconducto para entrar a su tierra natal pero
una vez más estando próxima a llegar a Quito es expulsada, con ayuda logra el
exilio en Paita; un pequeño puerto en la costa peruana, llega a finales de 1835
con su cofre lleno de documentos y cartas junto a sus inseparables Nathán y
Jonatás que desde niñas siempre la acompañaron.
En el Exilio
Manuelita fue muy querida por aquel árido pueblo pesquero,
le pedían ser madrina de niños y ella con gusto aceptaba solo si los bautizaban
con los nombres “Simón” o “Simona”, como buena amante de los animales no podía
faltarle la compañía de perros a los cuales llamó: Páez, Santana, Córdoba, La
Mar, Santa Cruz, Cedeño y Santander.
A los dos años de haber llegado a Paita, oficialmente el
congreso de su patria autorizó su retorno el cual rechazó, siendo determinante
su decisión bajo el pensamiento: “Soy un
formidable carácter”. Se escribía constantemente con líderes políticos, uno
que otro amigo y familiar pero de quien más recibía correspondencia era del que
aún era su esposo; James Thorne, le enviaba cartas pidiéndole que aceptara
dinero de su parte, quizás fue más grande el amor y la devoción por su esposa
que ya después Thorne al ser asesinado se sabe que en su testamento le deja su
fortuna a Manuela, sin embargo, era mucho más grande la dignidad de la quiteña
ya que la herencia sin dudar la rechazó.
¿Entonces, de que vivía Manuela?
Durante 21 años vivirá en una modesta casa de adobe que
amenazaba con caerse, se dedicará a la venta de tabaco, dulces, bordados,
realizará traducciones en inglés y francés para los oficiales y marineros que llegaban
al pueblo.
Con 80 años la visitará Simón Rodríguez ambos los unían
aquel inmenso acervo de recuerdos que Bolívar indudablemente les dejó, el biógrafo Von Hagen,
en su obra “Las 4 estaciones de Manuela Sáenz” relata: “Juntos pasaban sus años invernales estos dos enamorados de Simón
Bolívar; juntos leían las cartas que les hablaban del pasado. Y así estaban un
día de 1851, cuando un caballero distinguido preguntó por la Libertadora, se
llamaba Giuseppe Garibaldi”.
El gran Garibaldi ya luego escribirá: “Ambos nos despedimos con los ojos humedecidos, presintiendo sin duda
que este era nuestro postrer adiós sobre la tierra. Doña Manuelita Sáenz era la
más graciosa y gentil matrona que yo hubiera visto”. Se hospedó en su humilde casa y fue atendido
por Manuela ya que había llegado enfermo. Otros personajes como el autor de
Moby Dick Herman Malville también la visitaría con apenas 22 años.
En 1856 llegaba en la corbeta de guerra Loa, el peruano Ricardo Palma; poeta marino que describe su encuentro así:
“En el sillón de ruedas, y con la majestad de una reina sobre su trono, estaba una anciana que me pareció representar sesenta años a lo sumo. Vestía pobremente, pero con aseo; y bien se adivinaba que ese cuerpo había usado, en mejores tiempos, gro, raso y terciopelo. Era una señora abundante de carnes, ojos negros y animadísimos en los que parecía reconcentrado el resto de fuego vital que aún la quedara, cara redonda y mano aristocrática.
Nuestra conversación,
en esa tarde, fue estrictamente ceremoniosa. En el acento de la señora había
algo de la mujer superior acostumbrada al mando y a hacer imperar su voluntad.
Era un perfecto tipo de la mujer altiva. Su palabra era fácil, correcta y nada
presuntuosa, dominando en ella la ironía.
Desde aquella tarde
encontré en Paita un atractivo, y nunca fui a tierra sin pasar una horita de
sabrosa plática con doña Manuela Sáenz. Recuerdo también que casi siempre me
agasajaba con dulces hechos por ella misma en un braserito de hierro que hacía
colocar cerca del sillón.
La pobre señora hacía muchos años que se encontraba tullida. Una fiel criada la vestía y desnudaba, la sentaba en el sillón de ruedas y la conducía a la salita. Cuando yo llevaba la conversación al terreno de las reminiscencias históricas; cuando pretendía obtener de doña Manuela confidencias sobre Bolívar y Sucre, San Martín y Monteagudo, u otros personajes a quienes ella había conocido y tratado con llaneza, rehuía hábilmente la respuesta. No eran de su agrado las miradas retrospectivas, y aun sospecho que obedecía a calculado propósito al evitar toda charla sobre el pasado”.
Manuela desde que llegó a Paita fue visitada por todo viajero que desembarcaba con ansias y curiosidad por conocer a la Libertadora del Libertador, al principio lo aceptaba pero con el tiempo y las imprudencias de las visitas resolvió únicamente aceptar aquellas personas que venían por referencias de amigos que habitaban el vecindario.
Se cumplían 21 años de haber sido desterrada cuando bajan de un barco a un marino con “la enfermedad de la garganta” ¡era difteria! La única sugerencia; aislarse. Sin embargo en un pueblo tan pequeño no tardó mucho la enfermedad en arrasar con casi todo a su paso; incluyendo a Manuela que contrae la enfermedad y tristemente muere a las 6 de la tarde de un 23 de noviembre de 1856.
Su cadáver fue arrojado en una fosa común; el desgraciado destino de todo aquel muerto de nadie, sin derechos a nada, pero eran las normas sanitarias de la época que también establecían que toda víctima de la epidemia debían incinerar todas sus pertenencias y es así como una buena parte de sus escritos, documentos y cartas de Bolívar van directamente al fuego, con excepción de algunos papeles que el General Antonio de la Guerra que por estar confinado en Paita tuvo la oportunidad de salvar.
Manuelita
se le apagó su vida con un final similar al de Bolívar, escribirá Rumazo: “Allá y aquí la proscripción, las
ingratitudes, el olvido, la pobreza. Pero también la gloria, y con ella una
radiosa inmortalidad” el fuego por mucho tiempo calcinó el recuerdo de esta
mujer extraordinaria que el tiempo luego la reivindicó.
Referencias bibliográficas
Rumazo González, Alfonso “Manuela Sáenz la Libertadora del Libertador” Editorial Edime, Caracas 1962.
Palma, Ricardo “Tradiciones Peruanas (Ropa Vieja)” lV tomo. Editorial Montaner y Simón Barcelona 1896.
Von Hagen, Victor, “Las Cuatro Estaciones de Manuela” Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1989.
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